Cuando Julián tenía tres años vivía en una casa grande, en medio de una pradera, con muchos pinos enormes por el oriente que parecían extenderse hasta el infinito. Vivía con papá y mamá, quienes le dedicaban mucho tiempo porque ambos trabajaban en casa. La abuela los visitaba de vez en cuando, y se quedaba con ellos varios días. Julián era feliz cuando venía la abuela.
Aconteció que un día por la mañana, después del desayuno, la abuela, extendiéndole la mano, le dijo:
—Ven Julián, vamos a buscar huecos huequitos.
Entonces, tomados de la mano, se dirigieron al bosque. Pero cuando llegaron al tronco de pino caído, al comienzo del bosque, el niño jaló la mano de la abuela y se soltó para meter la suya en uno de los agujeros del tronco:
—Abu agua —dijo, mirando a su abuela con cara de asombro, cuando sacó del agujero la mano mojada.
Enseguida volvió sus ojos al tronco, y al descubrir una hormiga que salía regresó en carreras a la casa gritando:
—Abu, upa, Abu upa…
Al momento regresó, lleno de alegría, con la mano en alto teniendo su “lupa de investigador”. Como la hormiga se había escondido en el hueco, la abuela, arrodillada en tierra, metiendo una ramita seca la estimuló a salir de nuevo. Entonces, Julián exclamó, de puro contento: “homiga, Abu, homiga”, y poniendo la lupa sobre la hormiga la siguió en su recorrido hasta que la perdió. Nunca llegaron al bosque porque el niño estuvo toda la mañana pidiéndole a la abuela:
—Abu ota, Abu ota… —o sea, que metiera de nuevo la ramita para hacer salir otra hormiga.
Aunque las hormigas eran todas iguales, Julián no dejaba de dar exclamaciones de asombro, como si cada hormiga fuera distinta y le diera aprendizajes nuevos y maravillosos.
Aconteció en otra ocasión, cuando la abuela los visitó en el verano, que sí se metieron al bosque, yendo por el camino que lleva a la praderita de las mariposas de muchos colores. Habían avanzado unos cuantos metros por entre el bosque cuando, de pronto, se oyó un trueno en la lejanía. Entonces el niño jaló la mano de su abuela, obligándola a detenerse, e inclinando su cabecita sobre el hombro izquierdo —para levantar la oreja derecha—, preguntó:
—¿Qué es esho?
En su cara no había miedo sino asombro.
Una vez la abuela le explicó lo que era, continuaron su camino hacia la praderita de las mariposas. Pero enseguida comenzó a llegarles el rumor de la lluvia sobre las hojas. Otra vez Julián jaló la mano de la abuela, y de nuevo inclinó su cabecita sobre el hombro izquierdo, mientras preguntaba:
—¿Abu, qué es esho?
El niño fue creciendo, y llegó el día que comenzó su ciclo escolar. Su curiosidad por la naturaleza iba en aumento. A los seis años era un experto en exploración de huecos huequitos, y se sentía capaz de enfrentar tigres y osos. Sus juguetes preferidos eran una lupa, para aumentar lo escondido, una brújula, para orientarse en la pradera y el bosque, y un morral de tela, para recoger frutos silvestres. Amaba también su malla para cazar mariposas, las que investigaba delicada y detenidamente con la lupa, y luego regresaba a su ambiente natural.
Julián, casi todo el tiempo, se la pasaba con la cabeza inclinada sobre el hombro izquierdo, para oír los sonidos del bosque, el canto de los pájaros, el rumor de la lluvia sobre las hojas, y el de los arroyos de la pradera pasando sobre las piedras, el silbo apacible del viento en el estío, y las voces de sus papás, al interior de la casa, cuando jugaba solito cerca del tronco caído.
Pero el tiempo pasó. A los nueve años, Julián cursa el cuarto grado, y casi todos sus intereses están en la tablet que, todas las tardes, tan pronto llega del colegio, y los fines de semana, agarra con gran devoción. La pradera y el bosque, casi desaparecieron ya.
…
Esta historia parece ficción, pero hoy en día no solamente es real sino, además, cotidiana en muchos hogares. Los niños y las niñas, metidos, más de lo deseable y apropiado, en un mundo digital impalpable, inoloro y plano, están perdiéndose la belleza y alegría del mundo real —especialmente la de la naturaleza, hechura del Creador.
Nos queda, pues, con sentimiento de urgencia, esta responsabilidad: “¡Que nuestros niños y niñas no pierdan el toque con el mundo físico!”.
Escrito por: Vicente José
Autor invitado de Emisario